Los domingos de tarde, a la hora de la siesta, si uno de mis primos traía la pelota, se armaba partido sobre el empedrado de la calle en casa de mis abuelos.
Se invitaba al pecoso de enfrente, al hijo del doctor de la esquina y se armaba equipo de tres contra tres. La pelota indefectiblemente caía en la casa de al lado pero como el cerco era bajo no había necesidad de pedir que la devolviera, era cuestión de saltar nomás. El partido se suspendía cada tanto con la llegada de algún auto que pasaba lento, bien lento. No había árbitros ni fuera de juego pero había razones para que el partido se terminara abruptamente: dar la pelota contra las ventanas, despertar a mi abuelo de su siesta o darle de lleno a los rosales del jardín.
Claro que cuando el partido se picaba los gritos eran más molestos que todo lo anterior. Un día el pecoso se tiró al piso a barrer la arremetida de uno de los primos y tocó la pelota con las dos manos, aquél le pasó por arriba y cuando iba a hacer el gol del empate porque iba perdiendo el pecoso lo agarró de las piernas. “¡Penaaal”… El griterío se volvió demasiado fuerte, entonces se levantó mi abuela de la siesta, abrió el portón y agarró la pelota… “¡Pero abuela… fue penal!” gritaba el primo y gritábamos todos…”Que penal ni que ocho cuartos, acá se acabó el partido” dijo ella llevándose la pelota para adentro de la casa.
Sentada en la tribuna del Parque Viera, a través de cientos de cabezas, me paré para ver la jugada y vi a alguien en el piso parando la pelota con la mano. Los gritos de otro penal me llevaron a esas tardes veraniegas. No había en esos partido ni cámara ni repetición ni visión del otro ángulo pero ya había injusticias de quien se llevó la pelota después del partido.
También jugamos mal aquella tarde y tampoco nos dejaron tirar el penal, claro que todo se arregló después con café con leche y bizcochos.
Acá, ¿cómo la arreglamos?
Cecilia810
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