Señor Atilio García: gracias, muchas gracias en mi nombre, en nombre de su querido Nacional,

y en el nombre de toda la historia.

Señor, no lo tome a mal. Yo sé que a pesar de quién es usted, tiene la humildad de los grandes y que no me catalogará de atrevido, pero mi deber es pedirle permiso para escribirle. Sus logros han sido enormes, hasta tal punto que todavía, y quién sabe por cuánto más, serán Inalcanzables.

Usted, señor, usó una escalera demasiado larga, que los demás de los que por aquí habitamos ni siquiera podemos cargar. Usted se arrimó a las nubes, besó el cielo, se codeó con ángeles. Por eso, señor, yo no me aventuro a comunicarme con usted por estas líneas sin antes, como ya dije, rogarle que me lo permita.

Dando por hecho que su don de buena gente está de acuerdo con que yo, un simple mortal, pueda utilizar palabras para dirigirme a usted, desde ya me veo en la obligación de darle las gracias, que no requieren un “de nada” posterior, déjelo así nomás, ya estoy satisfecho.

Si tiene la paciencia de aguantarme hasta el final, va a enterarse que llevo su mismo nombre. Tanto usted como yo sabemos que ya casi no se utiliza. Qué pena. Con todo lo que usted adornó esas seis letras. Todo el honor que nace pronunciándolo y el perfume de grandeza que desprende por lo que usted ha regalado. El mundo ha cambiado, sabe, ahora los pibes se llaman distinto, serán cosas de la moda. Yo no juzgo, pero me duele, porque usted, señor, se merece que lo idolatremos, que condecoremos cada hogar, cada esquina, cada barrio.

Yo estoy orgulloso. Compartir mi primer nombre con alguien que es eterno, que vive cada día en el alma del club en el que muchos, como yo, hemos depositado nuestra pasión, nuestra forma honesta de ver pasar la vida, nuestra férrea convicción de que la certeza le gana a la ignominia, se convierte en un obsequio inigualable.

Además, sabe una cosa: aunque fuéramos, que no lo somos, sólo usted y yo hinchas de esta gloriosa camiseta blanca, no me afectaría. Usted, señor, es propiedad exclusiva; solo es de Nacional y de nadie más. Yo no conozco equipo en el mundo que pueda presumir de haber contado entre sus filas, entre sus tesoros, a alguien de su jerarquía.

Le tengo que confesar algo. Yo no lo vi en la cancha. Bueno, es un decir, no lo vi desde la tribuna. Sí que lo vi en fotos, que a esta altura han tomado ese tono ocre que les reserva el tiempo y que, aunque parezca lo contrario, las hace más queribles. En esas fotos usted salta, señor, usted impacta su cabeza contra la pelota, usted mira un golero caído, usted le indica a

la reina donde queda su destino, usted siente el desenfrenado coro de aquellos apostados hasta hace un instante en cada asiento, y los hace parar para que le rindan homenaje con esa dulce palabra que usted tanto ha hecho utilizar: “goool”. Usted, señor, es un generador de felicidad, de risas, de abrazos, de llantos. ¡Cómo no va a quedar prendido en el corazón de cada persona que quiere los colores más lindos! Por eso usted es inabarcable, venció los relojes que continuamente retroceden para admirarlo.

¿Sabe dónde más lo vi? Esta es la que más me reconforta. Lo vi en los ojos de mi viejo. Lo vi, y esto, señor, le debe sonar muy extraño; lo vi en la voz de mi viejo, cuando recitaba aquel grupo de cinco fenómenos en los que usted, señor, ocupaba el centro. No lo quiero aburrir pero, otra vez, permiso: Mandrake Castro, el príncipe Cioquita —a veces, Fabrini—, usted, señor, el Tano Porta y Bibiano Zapirain. Qué le parece: usted, señor, enmarcado y rodeado de las mejores compañías que la vida se tomó el trabajo de depararle.

No me tome por empalagoso, pero usted merece que su actividad jamás se hunda en el olvido. Nunca otro cuadro le hizo seis, seis eh, goles al tradicional adversario. Se acuerda, ¿no?

Usted, señor, como no podía ser de otra manera, se hizo presente en esa majestuosa tarde, para saludar al sol en dos oportunidades. Usted, señor, encaminó la gloria hacia el arco adversario y ésta, como le hacía caso, encendió el fuego, para que se arrimara Abdón a Saludarlo.

Cómo lo entretengo, ¿no? Le cuento cosas que usted ya las transitó, las conoce de memoria.

Pero acá, donde estoy yo, usted, señor, también está, ¡cómo no va a estar! Capaz que alguno se olvida de usted, de todo lo que hizo, de toda la alegría que brindó sin guardarse nada.

En una de esas, algún periodista no quiere que la gente se informe y no menciona con la regularidad necesaria que usted, señor, es el máximo goleador clásico de todos los tiempos.

Que cosa, ¿no? Serán temas de memoria, quiero suponer. O capaz que es la envidia, que juega con cartas marcadas y le hace trampas al reconocimiento.

Usted, señor, se merece que el día de su cumpleaños, cada 26 de agosto, como hacemos los 14 de mayo de cada año, todos, sin que nadie falte, soplemos velitas y le cantemos. Que ese día, nuestra camiseta lleve su nombre en la espalda o encima del escudo. Que ese día, lo abracemos como podamos y entre todos los brazos que lo cubran logremos transmitirle nuestro cariño.

Porque no alcanza con que una tribuna del mejor estadio lleve su nombre. Por ahora es lo poquito que le damos en retribución por todo lo recibido. Qué menos teníamos que hacer, es una pequeña muestra del afecto que por usted sentimos. Siempre le vamos a estar agradecidos, y venga nomás para su Parque, mírelo, nos quedó lindo y lo pintamos nosotros, señor, no le pedimos el pincel prestado a nadie.

Señor Atilio García: gracias, muchas gracias en mi nombre, en nombre de su querido Nacional, y en el nombre de toda la historia.

Atilio Parrillo

Foto: El Gráfico. 

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