Era el 16 de julio del año 1967 luego de Maracaná y la Copa Libertadores aguardaba por un finalista uruguayo.

El reloj dejaba caer las piedritas de arena vaciando la cápsula de cristal superior para alimentar con este elemento la cápsula inferior, de manera no solo de testificar el paso del tiempo sino también, como forma de equilibrar la percepción sobre su transcurso, tan lento y casi eterno para quienes aguardan la llegada de un final con un solo gol de ventaja, y tan veloz y fugitivo desde la óptica de quienes se encuentran con un resultado adverso por diferencia mínima.

Más aún cuando se trata de una contienda deportiva eliminatoria, donde quien pierde se despide de la competencia. Más aún cuando lo que está en juego es el pasaje a la final del principal torneo continental. Y más aún, cuando están frente a frente dos camisetas clásicas, donde el contrincante no es un mero y circunstancial rival sino el más acérrimo enemigo; donde la derrota no solo significa un dolor y una humillación propia sino también la alegría y gloria jamás deseada para el peor de los adversarios.

Era el 16 de julio del año 1967 y la Copa Libertadores aguardaba por un finalista uruguayo. La ventaja en la serie semifinal le daba a Nacional la clasificación con un empate, pero el resultado parcial que no se congraciaba con los méritos del juego favorecía a Peñarol. Goncalvez con un remate de cuarenta metros había abierto el tanteador, luego Celio, una garantía de gol tricolor igualaba el duelo tras la ejecución de un tiro libre sobre el arco de la tribuna Ámsterdam. Spencer promediando el segundo tiempo inclinó nuevamente la balanza para los aurinegros. Faltaban quince minutos para el final cuando Cincunegui vio la tarjeta roja.

El empate no llegaba y la impaciencia se iba adueñando de la parcialidad alba, que veía como la clasificación se escabullía como arena entre los dedos que seguía cayendo en el reloj.

Y para completar esa vorágine de sentimientos en plena ebullición, la ira e indignación se sumaron invitadas por el paraguayo Lezcano, que en el transcurso del partido, aprovechando un espacio de soledad en el campo de juego tuvo la poco feliz idea de sentarse sobre la pelota.

Parecía que se iba la vida en un suspiro final. Las últimas piedritas comenzaban a caer completando el ciclo del reloj de arena cuando Urruzmendi efectuó un saque lateral desde la tribuna América, frente al túnel por el que accede a la cancha el conjunto visitante. El saque de manos fue devuelto de cabeza por Espárrago. La tribuna clamaba porque Urruzmendi ahora con la pelota en los pies levantara un centro al área rival, pero este pase se demoraba o parecía demorarse más de lo que la ansiedad del público podía tolerar, quizás en beneficio de la precisión o vaya a saber uno porqué.

Por fin partió la pelota desde la punta izquierda tomando vuelo en dirección del corazón del área rival. Allí, entre Lezcano y Figueroa, el Marqués Ruben Sosa, un jugador exquisito y excelente cabeceador esperaba el esférico que era acompañado por la mirada de todos los presentes, que aguardaban el destino que iba a tener el balón luego de ser impulsado por el parietal derecho del argentino.

Pero el desenlace previsible se perdió cuando el Marqués, inclinó levemente su cuerpo sobre sus rodillas y en vez de rematar al arco decidió cambiar el rumbo de la pelota en el preciso momento en que caía la última piedrita de arena del reloj.

Con el golpe de cabeza del argentino se detuvo por un ínfimo momento el tiempo, ese breve suspiro que es necesario para girar nuevamente el reloj de arena antes que el tiempo siga nuevamente su curso. Con ese cabezazo se congeló por un instante la expectativa y la ansiedad del público y los corazones acelerados se detuvieron al igual que los relojes.

Al girarse por completo esa artesanal máquina de precisión en cristal y arena, solo dos cómplices privilegiados despertaron un suspiro antes de ese breve letargo. En primer lugar, la pelota, impulsada ahora en sentido contrario para superar quizás como escarmiento del destino la humanidad de Lezcano; y en segundo término Celio Taveira, que aprovechó esta circunstancia para ganar la posición, elevando elegantemente su figura con las manos a los costados de su cuerpo apuntando al cielo como diciendo “yo no fui”, para asestar luego un implacable cabezazo que volvió a hacer correr el tiempo en los relojes.

Cuando el resto de los protagonistas y los espectadores reaccionaron, la pelota impulsada por el golpe de cabeza cruzado del brasilero formó una parábola que terminó en las redes del arco defendido por Errea sentenciando la igualdad.

Fue tal el impacto, tanta la emoción, tanto el asombro por lo espectacular del desenlace de esa jugada en ese momento límite de agonía extrema, que la voz de festejo de los hinchas, más que un grito de gol fue una explosión de alaridos que brotaron del alma quemando las gargantas, humedeciendo los ojos, erizando la piel y provocando que los corazones golpearan con inusitada vehemencia dentro de cada ser, como luchando por liberarse del cuerpo de cada uno de los extasiados hinchas.

Quienes allí estuvieron esa tarde, juran que pueden indicar en el área de la tribuna Colombes la trayectoria exacta que recorrió la pelota, como si hubiese quedado flotando en el aire un punto imaginario que indicara el sitio del primer cabezazo, el que hizo detener por un instante el tiempo y el sitio del segundo, el que volvió a hacerlo andar.

Pregunten a los testigos de aquella jugada ¿quién fue el Marqués Ruben Sosa? a ver si en la respuesta sobre las virtudes y habilidades del talentoso jugador no figura la mención de que fue “el de la agachadita para el pase de cabeza para el gol de Celio”, y pregunten también ¿quién es Celio? a ver si más allá de las referencias como goleador implacable no se hace inevitable la mención de que fue “el del gol para eliminar a Peñarol luego del pase del Marqués Ruben Sosa”.

En dos cabezazos en el área, se encontraron un talentoso argentino y un goleador brasilero, que quedaron por ese gol unidos para siempre en la memoria colectiva de una generación. Porque no fue solamente un gol, ese fue “el gol”, ese que queda atesorado en la mente y el corazón del hincha, en el sitio reservado para el más especial de los recuerdos.

Norberto Garrone

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