Hay una estrella que ilumina esta institución: nos aceptó a todos, jamás le importó si éramos
nobles o plebeyos.

No tengo la costumbre de escribir para contestar ciertas mentiras que, a base de su reiteración, se transforman en “verdades”. A la edad que tengo y que no oculto, sesenta y un años, he llegado a la conclusión que la “verdad” como tal no existe y solo ocupa el lugar que la autoridad de turno le otorga. Dicho de otro modo: todos tenemos nuestra verdad, que las más de las veces no coincide con la del vecino, que vaya casualidad, ha estado innumerables ocasiones sentado junto al poder.

Más allá de lo anterior, es incontrastable que Nacional es un club enraizado y cimentado por el pueblo. Qué si “fue creado por estudiantes”, que si “eran un pequeño espectro de la sociedad”, hasta he leído que “tiene afinidad con equipos de la vecina orilla”, que la verdadera historia desmiente.

Mi deseo a través de estas líneas es contarle algunas cosas. Algunas de ellas son personales, otras involucran a figuras señeras de nuestra institución, futbolistas o no, que espero echen por tierra toda esta diatriba inútil que se viene gestionando.

No es sencillo escribir sobre uno mismo, más tomando en cuenta que el mundo puede otorgarse el derecho a cuestionar y más aún menospreciar lo escrito. Sin embargo, no tengo opciones.

Nací en una familia humilde, encuadrada en la ya tan lejana clase media baja. Mi viejo trabajaba como empleado público en las oficinas de Catastro y su menguado sobre azul, contaba con billetes que caducaban en la segunda quincena de cada mes. Mi vieja, ante esta circunstancia, acomodaba su silla delante de la máquina de tejer a partir de las diez u once de la mañana para confeccionar peleles para bebés, que si el dinero de algún benefactor compraba, nos aproximaba a fin de mes.

A los 14 años trabajé de panadero, en todas las funciones que este noble oficio provee: en la cuadra, que es el lugar donde se preparan los productos; en el reparto, visitando los barrios del oeste montevideano y en el mostrador en horas de la tarde.

A los 18 años, cuando la Facultad de Medicina me abrió sus puertas, con todas las incertidumbres enmarcadas por una descerebrada dictadura, ingresé en el viejo Jockey club con la tarea de ocupar una ventanilla para la venta de boletos o apuestas en las carreras de caballos. Mis fines de semana fueron ocupados por la consecución de algunos mangos que permitieran adquirir libros que de otro modo no conseguiría.

Tras el avance en mi carrera, ocupé un cargo docente en enseñanza secundaria, en los laboratorios de un liceo, y además coparticipé con compañeros de estudio en un servicio de practicantes en la Textil ILDU, lamentablemente desaparecida.

Como médico, mis primeras armas se desarrollaron en la colonia Etchepare, dejando penetrar en mí, la miseria que los gobernantes dejaban adornara a aquellos cuya psiquis no concordaba con el mundo de los cuerdos. Cuando el sol caía, el hospital Pasteur fue mi casa, con la condición de que cubriera las noches que otros dejaban vacantes, hasta que pude lograr una titularidad mediante concurso que me permitió ser dueño de mi propio cargo.

Crecí o envejecí, como quieran llamarle, y para que mi familia pudiera contar con un decoroso pasar, llegué a trabajar en cinco lugares a la vez, privados y públicos, que no nombraré para que el aburrimiento no se apodere de vosotros.

Fuera de lo laboral, siempre –lo que me enorgullece–, formé parte de los gremios de trabajadores donde me desempeñé, y jamás aspiré a otro fin que lograr mejoras por los cuales luchamos, como cualquier obrero. Entoné a voz en cuello: “Obreros y estudiantes, unidos y adelante”.

Otros amigos y compañeros vivieron la misma peripecia, en épocas en que el trabajo escaseaba y con nosotros convivía el fantasma atemorizador del despido.

La vida me mostró otros rostros. En mis primeros encuentros con el querido Tricolor, me presentaron a Cococho que, sin tomar el color de su piel como excusa, nunca fue una persona adinerada. Más adelante conocí al Peta, que fue, es y será un fiel representante de la tan manida palabra “pueblo”. El Cascarilla pateó sus primeros pelotazos en la calle, en uno de esos barrios que no son considerados de clase alta. Si me voy hacia atrás en el tiempo, el Pato Galvalissi y el propio Atilio fueron fieles representantes de la masa popular.

Por ahí sigue bailando la hermosa Rosa, con sus candombes a cuestas. Por ahí siguen peleando por la justicia Benedetti y Galeano, que dedicaron su vida a los derechos de los más humildes.

Sin dudas hay muchas más personas que sienten pertenecer a la clase trabajadora, sin tomar en cuenta el grosor de sus billeteras.

Hay una estrella que ilumina esta institución: nos aceptó a todos, jamás le importó si éramos nobles o plebeyos. ¿Podrán todos aquellos que se rompen los vestidos invocando a las masas, decir lo mismo?

Atilio Parrillo

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