Al despertarse sintió un cosquilleo especial. Sabía que, por fin, era un día diferente.
Se levantó, se lavó la cara y los dientes, bebió un sorbo de café y salió al almacén de la esquina. Al llegar, se colocó en la fila para ingresar, siempre respetando la prudencial distancia. De no hacerlo, una app en el celular daba aviso al gobierno y las penas iban desde multas hasta la prisión. Las miradas de los otros eran hostiles, en esa fila y en todas las filas. Ser un “otro” era potencialmente peligroso.
Por fin pudo ingresar, se dirigió derecho hacia el sector de fiambrería y sin mediar ninguna otra palabra, pidió lo que precisaba. Ya no había saludos, sonrisas ni comentarios del partido del domingo. Es que ya no había partidos del domingo. Antes de salir, agarró un bidón de agua, de los grandes. El agua era un bien suntuoso, la compañía multinacional que había adquirido todos los recursos hídricos del planeta, había establecido la cantidad de litros diarios que cada hogar podría utilizar. El que podía, a veces, le compraba un poco más a esa misma empresa que la vendía en supermercados y almacenes utilizando otro nombre de fantasía en la etiqueta.
Volvió a su casa y se sentó en el escritorio para comenzar a trabajar. Allí no corría peligro, todo era seguro y siempre igual. No existía el riesgo de lo nuevo ni de lo desconocido.
Así fueron pasando los meses hasta que un día recibió un mensaje de su padre que decía “El domingo vuelve el fútbol”. ¿Cómo es posible?, pensó él. ¿Cómo se marcará a un jugador rival dejando un metro y medio de distancia? ¿Se podrá volver a ir al Estadio? “Show must go on, hijo. Anunciaron que los futbolistas profesionales, los jugadores de la NBA y los del fútbol americano serán los únicos autorizados a acercarse entre sí y no respetar la distancia. Sólo dentro del campo de juego y durante los partidos, claro». Le pareció un poco extraño, pero hacía tiempo que se había resignado a aceptar.
Por fin domingo. Al despertarse sintió un cosquilleo especial. Sabía que, al fin, era un día diferente. Luego de almorzar, salió de su casa rumbo al Estadio y recordó que ya no podía encontrarse con la barra de amigos en la plaza para ir todos juntos cantando. Se encontrarían allí dentro, pensó, aunque fuera a metro y medio. Cuando llegó al Estadio, otra fila. El control de la policía no era el de antes, no había “cacheos”, pero le entregaban a cada persona una tarjeta con un número. En la tribuna, había que encontrar el lugar correspondiente a ese número e ingresar en una burbuja que había asignada a cada lugar. La burbuja protegía del contagio y aseguraba que todos estuvieran aislados.
Los partidos pasaban sin dejar grandes jugadas ni goles. Eran monótonos como la rutina, aburridos y previsibles como los días. No había improvisación, mucho menos abrazos con un desconocido en el fervor de un gol en la hora.
Hasta que un día, el 10 del rival de turno de su equipo la recuperó en mitad de cancha, gambeteó a dos y hamacando el cuerpo ante la salida del golero, la colocó contra el segundo palo. Algunos en la tribuna ensayaron un tímido festejo, de puño apretado pero solitario. Pero él, el crack, se levantó la camiseta y debajo de ella una remera negra rezaba “Tengan cuidado con lo que ceden. Un día ya no quedará nada”.
Cecilia Ocretich
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