Escribo esto sabiendo los riesgos que tiene, siendo consciente que el límite del golpe bajo está muy cerca, pero es necesario hacerlo.
No puedo quedarme con esto, no lo puedo hacer créanme.
El domingo 24 de marzo conocí a Brian. Conocer es una forma de decir porque apenas intercambié unos minutos. El estaba ahí con su papá y le pregunte alguna cosa, del estilo de: ¿Cómo estás? ¿Sos muy hincha de Nacional? De haber conocido el desenlace que hoy conocemos las preguntas podrían haber sido otras que se me vienen a la cabeza, pero, ¿para qué?
Brian de manera increíble empezó a contarme todo lo que amaba a su (nuestro) cuadro, la alegría que tenía de entrar con los jugadores y le pedí autorización a su papá y a él y grabé una nota en el teléfono. Fue breve pero hermosa; por la naturalidad de Brian, por la alegría que lograba transmitir.
Al terminar el partido lo vi a la salida y nos abrazamos contentos porque se dió lo que él quería: ganó nuestro Nacional y eso lo (nos) puso muy feliz.
Este sábado un fotógrafo amigo me escribió un mensaje y otro también dió la información en un grupo y rápidamente nos dimos cuenta del golpe. Imposible mantener la compostura después de saber que Brian, ese niño feliz que habló conmigo, un desconocido que se acercó a él, con barba desprolija, ese niño, había fallecido hacia pocas horas.
Pocas veces uno puede ser tan consciente de la distancia entre esas dos emociones como las que Brian me hizo vivir esta semana. Me hizo conocerlo aunque es más certero decir que me hizo crecer.
A todos los papás de los muchos Brian, el abrazo solidario, la comprensión y el apoyo. Nada menos de eso.
Diego Martínez
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