Compartimos el recuerdo de Daina Rodríguez hacia su Tata que veneraba al máximo goleador de la historia del fútbol uruguayo, el enorme Atilio García, en el día de su cumpleaños.

Para vos Tata

Hace unos días soñé con mi abuela y su recuerdo me impulsó a escribir.

Ella me trajo de la mano otros recuerdos y se lo agradezco.

Si la falda y el regazo inmenso de mi abuela, donde uno podía quedarse horas perdidas con la sensación de hundirse en un gran hueco que siempre olía a jabón, eran territorio casi exclusivo de mi hermano —mi negrito, decía ella— , las manos ásperas y nudosas de mi abuelo fueron fundamentalmente mías.

Todo lo contrario a la gorda, mi Tata fue siempre un hombre flaco y menudo. De boina, alpargatas, eterno pucho armado pegado en los labios, e infaltable pañuelo colgando del bolsillo trasero derecho del pantalón. Nunca supe por qué no lo guardaba completo, pero me gusta reconocerlo como una de sus marcas personales.

Esas manos callosas, huesudas y duras, sabían apretar mis dedos pequeños hasta hacerme doler, en un juego que le encantaba. ¡Y cuidado si me pescaba los dedos de los pies! Una pequeña tortura amorosa que sigo extrañando, más de cuarenta años después.

Esas manos también sabían hacer muchas otras cosas. De ellas salieron todo tipo de juguetes encantadores, hechos con tres maderitas, dos botones, y un clavo.

Además de las creaciones originales, fue un gran reparador. Un par de tablas y un poco de pintura, me devolvían de pronto el triciclo arrumbado por viejo, que me permitía recorrer los metros que rodeaban la casa de Rocha. Un botón, sustituía el ojo perdido de un oso. Un clavo, renovaba un trompo. Un hierro caliente y un poco de plástico, emparchaban el balde de playa.

Nunca fueron obras de arte. Tampoco artesanías dignas de exponer en el LATU. Cada una de esas cosas fueron declaraciones del amor que me tuvo, y que no sabía y no podía expresar con palabras.

Nunca hicieron falta las palabras. De las cosas que tengo más claras es que Ernesto Reyes fue la persona que más incondicionalmente me quiso en este mundo. Más que mi madre. Más que el hombre que más y mejor me amó.

Conozco una canción que dice: “nunca te quieren, te abarcan del todo, pero te quieren igual”. No es cierto. Mi abuelo me quiso absolutamente del todo.

La muerte me lo robó demasiado pronto. Dieciséis años es muy poco para algunas cosas. La noche que recibí la llamada que me decía que se había quedado dormido para siempre, sobre su cama después de trabajar al sol en la quinta, vestido y con sus lentes puestos, supe que había perdido varias cosas: el permiso irrestricto que siempre tuve para revisar los cajones de su mesa de luz, llena de frascos y cajitas con ungüentos varios, aptos para curar todos los males del mundo, desde torceduras de tobillo hasta mi infaltable herida de la punta del dedo gordo del pie, producto de mi eterna torpeza con las ojotas; prescripciones infalibles de abuelo brujo, cuya aplicación venía invariablemente acompañada de la “bencedura”  (el puño izquierdo casi cerrado, con el pulgar en alto, haciendo la señal de la cruz sobre la zona afectada, acompañado de palabras misteriosas, apenas susurradas, que nunca alcancé a entender, ni hizo falta)

Perdí también el permiso para entrar a su galpón, diminuto recinto atiborrado de herramientas, semillas, yuyos secos, trozos de todo lo imaginable y olores que no puedo descifrar, pero que aún recuerdo claramente. Eran sus dominios, y los compartía conmigo. Una fiesta para una niña de seis o siete años.

Perdí el alivio para mi dolor de oídos, que venía del humo de su cigarro, en horas de paciencia de su parte para que las volutas entraran lentamente en mi oreja. No sé la razón científica, si la hay. Pero nada me aliviaba mejor que eso.

Perdí el bastión inamovible que significaba en mi defensa contra las penitencias. Perdí los bizcochos “sarnosos”, un nombre horrible para los bizcochos más deliciosos que podían salir de las manos un panadero superior, como lo fue en su juventud y hasta su muerte. Supe lo que eran esos bizcochos mucho antes de saber lo que era la sarna, desde luego.

Perdí los extraños bichitos fabricados con la hoja rosada de las hojillas de fumar, y el olor que salía de la tabaquera de goma… Pero conservo lo mejor que una persona le puede dar a otra: el amor incondicional y más fuerte que se pueda sentir.

Conservo, por encima de todo, el recuerdo de las noches de invierno a mis cuatro años de edad, en La Paloma, cuando caminábamos por la playa, alumbrados sólo por la linterna —su mayor tesoro— y acompañados del gato casero, rumbo a ese rincón del océano donde se podía pescar con aparejo. Una lata de duraznos, una maderita atravesada de lado a lado por dentro de la lata para poder agarrarla fuerte, metros de tanza enrollados, plomada y anzuelo. En esos momentos, sentados en la escalera que bajaba a las rocas, el viejo era sólo mío. Yo tenía apenas 4 años, lo que entonces me daba todavía una gran ventaja sobre mi hermano que apenas tenía uno y no podía acompañarnos. Pasábamos horas, sus manos ásperas y las mías apretadas sobre el mismo cordel, esperando el pique invisible. Y para mí no había programa mejor.

Cada tanto evoco la imagen de mi abuelo escuchando la radio, sentado al lado de la mesita que la ubicaba en el lugar de privilegio que él le dio, con las piernas cruzadas, las alpargatas en chancleta y el oído casi pegado al parlante de tela, con los ojos casi cerrados, y me pregunto si no será ése el antecedente principal de mi vocación de hoy. Mucho más que los genes paternos o una vocación social incontenible de los años 80. Espero que las horas que pasé con él, con mis manos perdidas entre las suyas, hayan servido para decirle cuánto lo quise.

Más que a nadie, viejo. Te fuiste muy pronto. Pero a veces siento que es mejor así. Si alguna vez —más de una— armaste los bolsos, suspendiste tus escasas visitas a Montevideo, y te volviste a Rocha después de batallar sin éxito en contra de una penitencia aplicada contra mí, (ojos que no ven, corazón que no siente, dijiste) ¿qué hubiera pasado con tu alma frente a los dolores adultos que viví después? Me da miedo pensarlo.

Si pudiera hacerlo ahora, me gustaría contarte un secreto: una penitencia nunca era tal, si se me permitía leer. ¿Y sabes qué viejo? aún si estaba prohibido, la linterna debajo de las “cobijas” fue siempre una solución.

Daría mucho por tener esa oportunidad de aliviarte. Y también por llevarte hoy, aunque fuera una sola vez al Parque Central, envuelto en la bandera que tanto amaste y me enseñaste a amar

Viejo querido, en este mundo Facebook que nunca hubieras comprendido del todo, se produce el milagro: entre mis fotos del álbum, una de las primeras que colgué, es la del gran Atilio. Igual que la que colgaba en tu cuarto, rodeada de banderines tricolores. Es mi homenaje para vos. Sé que te encantaría.

Y me parece que veo una vez más, una de esas miradas de pillo, como si no me vieras o no supieras quién soy, que me hacen tanta falta.

Daina Rodríguez

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