Relato del encuentro onírico con el goleador Pedro Petrone.

¿Cómo indagar en la vida de una persona que formó parte de otra época? ¿Cómo se hace para conocer sus pensamientos, sus emociones, sus afectos, sus odios?

Seguramente los historiadores tendrán respuestas adecuadas a estas preguntas. Nunca van a ser exactas, contundentes. La mayoría se encaminará por el sendero de las hipótesis, basadas estas en documentos si de alguien público se tratara. “Por los escritos hallados en tal lugar y fecha, podemos deducir tal o cual cosa”, sostendrán algunos. Otros cuestionarán lo esbozado por los anteriores y volcarán su opinión, que las más de las veces, será opuesta o por lo menos contradictoria.

De esta manera, los que no fuimos contemporáneos de la figura, tendremos que formar su imagen de acuerdo a actos de fe, o hilvanar en nuestra cabeza cuáles de los argumentos aportados por aquellos dedicados al estudio del personaje en cuestión se aproximan más a lo que realmente puede haber ocurrido durante su pasaje terrenal.

Si de fútbol hablamos, tomando en cuenta nuestros amaneceres en las canchas, tanto como partícipes del juego o como espectadores; buena parte de lo que alimenta nuestro espíritu debe nutrirse de relatos que otros vivieron. Ejemplos de lo anterior forman una enorme y preciada montaña, que toma brillo ante fechas particulares que nos trasladan a recortes de diario, fotos encontradas, pero hechos que en definitiva nunca presenciamos.

Sin embargo, todas las reglas poseen una excepción. Jamás me alié a frases hechas, pero esta es incontrastable.

“Dale, nene, que ya vino el tío a buscarnos y no queremos ser los últimos”. Esas eran las palabras que se le escapaban a mi vieja, el día que festejábamos el único cumpleaños de mi abuela paterna al que recuerdo haber asistido.

“Voy, mamá, me estoy atando los zapatos”, contesté desde mi cuarto, agachando la cabeza sobre el pie izquierdo, y dando forma a una moña maltrecha destinada a deshacerse ante las primeras corridas tras la pelota que seguramente uno de mis primos trasladaría a la fiesta.

En aquella histórica combi cabíamos todos, increíblemente acomodados sobre unas sillas de lata que se adaptaban a la situación y que nos hacían olvidar que el vehículo carecía de su cabina trasera. El hermano de mi viejo, mi padrino, ante cada acontecimiento que reuniera a la familia enganchaba aquellas al piso metálico mediante un intrincado mecanismo de cintas y cadenas, que daban forma al resguardo contra la caída.

Donde fuéramos, arribábamos sin rasguños, un tanto mareados, pero con el mismo final previsto lo que otorgaba credibilidad al artesanal mecanismo de amarre.

“Feliz cumpleaños, abuela”. Mis primos y yo repetíamos la misma sentencia, como si se tratara de decir presente en la escuela, aunque la diferencia era que la abuela nos depositaba un beso a cada uno.

En ese festejo, recostado contra una pared, vi a un señor que nunca antes había visto. No era asiduo concurrente a las reuniones familiares y mis escasos años sobre este mundo no registraban su cara. “Vení, nene, que te voy a presentar al tío”. Me dio un beso, yo le dije “hola” y desaparecí reclamado por una pelota que comenzaba a picar en las baldosas del patio.

El “tío” que yo conocí esa noche se fue antes que las velitas se apagaran, nunca supe el por qué, ni tampoco intenté averiguarlo.

“¿Sabés quién es el tío?”, me preguntó mi padre cuando aquel ya no estaba, en ese tono que augura que hay un misterio escondido tras la apariencia humana. La respuesta era más que obvia: “No”, le dije, “Es la primera vez que lo veo”. “El tío es Perucho”, dijo mi viejo, “Perucho Petrone, el gran goleador de Nacional, el romperredes, el que hizo goles por todos lados. El apellido de tu abuela es Petrone”. “Ah”, le contesté, y seguí jugando con mis primos, sin que aquel conocimiento generara en mí más que una incógnita ante un ser desconocido.

Puede que todo lo anterior haya sido un desliz onírico. Tal vez mi abuela no cumplió esos años, no vi a un señor recostado contra la pared, ni mi viejo me lo presentó como “el tío”. Sinceridad por medio, no me importa.

Lo relatado forma parte de mí y no estoy dispuesto a cuestionarlo. Nuestra existencia se acorrala ante frustraciones, se libera junto a pequeñas conquistas.

No tenemos derecho a poner en tela de juicio lo que nos provoca cierta alegría; qué trascendencia puede tener que la realidad se manifieste con los párpados abiertos o cerrados. A mi entender, ninguna.

Con el paso de los años, reencontré a Perucho en el mural de la sede del club. Comencé a experimentar aquello de la excepción a la regla. No lo vi jugar, la historia podrá contarme versiones dispares sobre su pericia futbolística, pero llegué a la conclusión de que hay algo en su leyenda que no es hipótesis, que lo identifica y sobre lo que no puede haber discrepancias, ni posturas disonantes: “Petrone tiene incrustada en su mente, en su corazón, en sus emociones; la palabra que carece de oponente: ‘gol’”.

Atilio Parrillo
Foto: Conmebol

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