El 23 de Junio de 1912 nació en el barrio Jacinto Vera de Montevideo, el primer y auténtico “Príncipe” de la historia del fútbol uruguayo : Aníbal Ciocca.

Origen de grandes campeones, el barrio acunó sus primeros “picados”, en aquellos espacios inmensos que el Montevideo de entonces le ofrecía generosamente a los muchachos para que lucieran sus habilidades y mostraran su pasión por el rey de los deportes.

Luego de pasar por equipos barriales y por el club Uruguay, llegó a Wanderers, el equipo del cual su padre era hincha.

No encontró allí su lugar y a fines de 1931 se enroló en Nacional.

Sería el comienzo de una extensa carrera, plagada de éxitos y marcada por un romance eterno entre el pibe del jopo sobre la frente y la hinchada que lo adoró como a pocos.

Si se le juzgaba por la apariencia, su imagen no reflejaba lo inmenso que podía ser en una cancha.

De físico magro aunque no de baja estatura, no utilizaba la zurda, casi nunca cabeceaba y tampoco poseía un disparo potente.

Pero…cuando se la daban, sacársela era casi imposible, avanzaba desparramando rivales y abriendo el juego con claridad para sus delanteros.

No rehuía el juego fuerte y todo lo hacía con una elegancia sin igual, que provocaba la admiración de la tribuna.

Fue campeón uruguayo 8 veces como jugador y una vez como DT, siendo dos veces Campeón de América : en 1935 y en 1942.

Fue protagonista del clásico del 9 contra 11, enloqueciendo a la defensa del tradicional rival con un juego de pases cortos y cambios de frente milimétricos, siendo sus socios en la delantera el “Indio chico” Francisco Arispe y el no menos genial Enrique Fernández.

La estrategia del húngaro Szigetti, que con muñecos de plomo les explicó sobre una mesa la forma de jugar ese partido, tuvo en “Cioquita” su fiel intérprete, llevando a la desesperación y al ridículo al rival de todas las horas.

Doble Campeón Uruguayo de 1933 y 1934, expresaba con orgullo la suerte que había tenido de formar “ala” con un veterano “Mago” Scarone, que volvió para coronarse nuevamente con el máximo título local desde la extrema derecha.

A sus dotes de jugador, agregaba cualidades personales de excepción.

Cuando Szigetti, hombre de vida bohemia, estaba internado en un hospital sin familia y sin dinero, aguardando un final previsible, Aníbal Ciocca llegaba casi todos los días a visitarlo. Compartía con él charlas y silencios, no olvidándose jamás de dejar bajo la almohada del enfermo una ayuda para que enfrentara sus mínimas necesidades.

Supo enfrentar un ciclo adverso del cual salió airoso coronándose campeón del Quinquenio de Oro y del Uruguayo de 1946.

Fue el líder del movimiento de los jugadores que luego de haber encaminado al club por la senda del éxito, se encontraron con una difícil situación institucional que provocó el pedido de los dirigentes de reducir sus retribuciones.

Ciocca respondió estampando su firma en un contrato en blanco y el grupo continuó su marcha triunfal para concretar la hazaña del citado quinquenio.

Francisco Corney, desde el micrófono de una audición partidaria (“Espacio nacionalófilo”), lo bautizó “El Príncipe”, por su juego elegante, atildado, de pura clase.

Siendo muy joven, le tocó integrar el plantel Campeón de América de 1935.

No fue cualquier campeonato, ya que el fútbol uruguayo había caído en el descrédito de la afición y afrontamos el evento ante una poderosa y favorita selección argentina.

Los “viejos” de la generación dorada, “El Manco”, “El Mariscal” y Lorenzo, formaban parte del plantel y el pibe fue “instalado” para compartir habitación con los dos primeros.

Castro y Nasazzi hablaban largamente de sus hazañas, quitándole al joven el peso de la responsabilidad y trasmitiéndole su mentalidad ganadora.

El día antes de la final, ambos le dijeron que le comentase a Sastre, el crak argentino del momento, que era persona de su conocimiento, que ellos y Lorenzo se jugaban su última gran parada y que no pensaban perder de ninguna manera.

Cuarenta años después, Ciocca contó la anécdota y la forma como Sastre no pesó en el partido.

El botija cumplió con creces, con dos goles a Chile y uno en el partido decisivo, formando el trío central del ataque con Héctor Castro y Enrique Fernández.

En 1942, pasadas las épocas de Piendibene y Petrone, Uruguay no encontraba su ariete salvador y el “Vasco” Cea, a la sazón DT del conjunto celeste, ubicó a Ciocca de “nueve”, dándole ingreso en la delantera a Severino Varela.

Al no estar Atilio nacionalizado, el Club Nacional de Football aportó diez jugadores al plantel Campeón de América, que derrotó en la final a una Selección Argentina más poderosa que las anteriores, mediante un balazo de Bibiano Zapiraian.

Solamente los tres “viejos” citados líneas arriba y “El Príncipe”, marcaron como anécdota el haberse titulado campeones de América con camiseta celeste y también con la roja, origen del término “garra charrúa”.

Lamentablemente, la auto-exclusión de Uruguay de las Copas Mundiales de 1934 y 1938, y la no realización de dichos eventos en 1942 y 1946, privaron al hombre del juego elegante de lucir su magia en un torneo de esa magnitud.

Había dejado de jugar en 1946, pero recién en 1947 anunció su retiro y le fue organizado un partido de despedida.

Ingresó a la cancha vestido de jugador, con las medias bajas.

Dio la vuelta olímpica recibiendo una tremenda ovación y se fue por el túnel, sin jugar un minuto y como diría un escriba de la época, “dejando inconclusa la última moña”.

Pasó a dirigir a Nacional y obtuvo el título Uruguayo de 1947.

En Febrero de 1977 fue homenajeado en el Centenario, quedando para el recuerdo su saludo emocionado con el “Mono” Gambetta, un duro que rompió en llanto aquella tarde, al abrazarse con “El Príncipe”, “El Pista”, “Cioquita”, a quien el destino había privado del sentido de la vista, negándole la chance de apreciar el amor que todavía despertaba en la vieja guardia de fieles nacionalófilos.

De él puede decirse que bebió en la fuente de inspiración de la generación olímpica, repleta de cracks tricolores, y que trasladó a los campos de juego una forma de entender el fútbol que para él era casi una religión.

A su vez, compartió equipo o tuvo de adversarios, a muchos de los que luego conseguirían para Uruguay su cuarto título universal, sirviendo de ejemplo como excelso futbolista y mejor persona.

Juan José Melos

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