En el momento que nuestro corazón toma asiento, desfilan ante sus ojos episodios que jamás olvidará.

Cuando uno camina por la Avenida 8 de Octubre, a la altura de Jaime Cibils, comienzan a cruzársele imágenes que nos advierten inequívocamente que el presente es interminable, sin fecha de nacimiento y, por supuesto, sin que nadie se atreva a colocar en su conjugación la

palabra “fin”.

Pasa ahí, en ese cruce, no en otros. Yo los invito a disfrutar la experiencia. Verán que no tiene par, que les hará encontrar el alma, golpearle las puertas, abrirlas y visitar el alojamiento de las lágrimas y las sonrisas.

En esa zona, apenas a unos pasos, vive la historia. La historia en serio, no esa otra que nos cuentan y que no para de acomodarse el vestido según la modista que la arregle.

La respetuosa señora habita en un hermoso paraje que luce un enorme jardín dedicado a la práctica deportiva, más específicamente al futbol, espléndidamente rodeado por lo que llamamos tribunas, aunque todos sabemos que son un coqueto espacio para que el corazón de cada uno de nosotros pueda sentirse satisfecho.

En el momento que nuestro corazón toma asiento, desfilan ante sus ojos episodios que jamás olvidará. Abdón nos espera enarbolando la tela mística con los únicos tres colores que él elige, nos recibe desde su círculo, dándonos la bienvenida para que desterremos la idea de que la muerte existe.

También Carlos Gardel nos acaricia en un susurro que sólo nosotros escuchamos, porque él no desea que su voz, su elegancia, su inconfundible sonrisa le pertenezca a otros. Suena la Murga, con la inigualada entonación del Canario, y nos regala la palabra “hermano” que él engrandece para que nuestros oídos escuchen: “Tricolores, bolsilludos…”

Rosa baila como si de su debut se tratara. Su cuerpo repleto de belleza nos deslumbra y nos encontramos frente a sus pupilas que nos hacen de espejo, un inédito espejo, que descubre que todos los que en él nos repetimos tenemos su misma sangre.

A lo lejos, sin letra transmitida por el aire, una dulce armonía, un compás que esconde su orquesta, comienza con: “Si supieras, que aún dentro…” Es Gerardo, y está ahí. Joven como siempre, humilde; sin necesidad de reiterar una y otra vez que el tango más famoso es nuestro.

Eduardo enciende el fuego como siempre para que las venas sigan abiertas, Mario sabe y nos enseña a vencer la derrota, en la calle, codo a codo para que se nos grabe que somos mucho más que dos, y que a la alegría de estar en ese lugar, hay que defenderla contra lo que se nos cruce. Lincoln, con tanta cultura a cuestas, nos repite el porqué somos de este cuadro, y que seremos siempre como el primero, el que se permitió la hidalguía de ser hincha para que esa palabra flotara y nos adjetivara a todos.

Por eso les digo, pasen por ahí, van a sentirse más cercanos a la gloria. Porque miren que viven más personas. Sí, los saludará el mejor de todos, que es un mago, trastoca el tiempo para que la pelota no cambie de dueño contradiciendo años y meses. Se tocarán sobre el labio superior y el tacto les otorgará el placer de que Atilio les preste un rato el bigote. Cioquita acomodará su intratable mechón, mientras elude a uno y a otro. Ciengramos nos confundirá con sus moñas, sus laberintos dentro de las cuales permaneceremos perdidos mientras él se escapa venciendo al Minotauro. Luis los conducirá en un vuelo sin retorno a cada red que le besó, la de cada continente y, como siempre, les abrirá los brazos que envuelven todos sus goles transformados en gritos. El Peta, el enorme Peta, les transmitirá la valentía, el coraje, las manos atenazando la copa.

Cuando tengan que irse, porque ya dije que no hay final, miren el pincel. El que usamos para que nos quedara lindo el parque, para que este, en sus nuevos quince años lo luzca arriba de la torta, como símbolo perenne del valor de la autogestión.

El Gran Parque Central continuará escribiendo, como frase de cabecera, que los imposibles no existen. Aprendamos su conmovedora lección.

Atilio Parrillo

Foto: nacional.uy

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