Daina Rodríguez comparte con nosotros su destacada escritura. Además de compartir su pasión por la camiseta más cargada de gloria del fútbol uruguayo

Pasión, cine y fútbol (I)

Hace unos días, participaba en un intenso debate con amigos a través de facebook, sobre las diferentes formas de ver un partido. 

Decía Gustavo: 

“Me provoca gran molestia la gente que me interrumpe la emoción de un partido de fútbol, cuestionándome que disfrute a rabiar del juego, porque viven el deporte como una manifestación política, midiéndolo con una vara de corrección de cómo deben ser las cosas y cómo no, que me paspa las pelotas. Mi reacción ante esas personas es la misma que si, cuando estoy jugando al play, se cruzan delante de la pantalla. No tiene importancia más que el momento. Es un juego, pero me lo tomo en serio mientras dura. Sinó qué gracia? Espero que lo entiendan y me dejen disfrutar de mi entretenimiento favorito, aunque no aporte nada más que diversión. Y eso a veces es lo que necesito. Ta?”

Y yo lo entiendo: ver el fútbol de otra manera, es perderse del mayor disfrute que nos puede dar una camiseta. 
Para ponerse trascendente y racional, está todo el resto de las cosas que la vida nos presenta. ¡El fútbol no, por favor! No me lo aíslen como rata de laboratorio, no me lo contaminen, no lo encierren en una cajita cuadrada pretendiendo que entre en ella algo que es mucho más complejo y emocional.  

Con cariño lo digo: prefiero estar lejos de los que pueden  arruinarnos  el partido mucho más que un resultado adverso.

No quiero saber cuánto gana un jugador.  Prefiero verlo correr hacia la tribuna besando la camiseta o abriendo los brazos al cielo cuando festeja un gol. 

No quiero saber que fulano no se habla con mengano. Prefiero quedarme con un pase magistral de esos que nos hacen aplaudir de pié. 

No quiero escuchar los  razonamientos de los  que critican tanto lo que hace el técnico o el jugador, que hasta se sienten satisfechos con un gol en su arco, sólo porque demuestra su teoría de lo mal que se están haciendo las cosas. Para eso está el boliche, la mesa familiar de los domingos, el diario de lunes y las reuniones de amigos. 
Yo,  cuando veo a mi equipo, quiero ser absoluta y rematadamente irracional. 

El amor a la camiseta, al menos como yo lo siento,  no depende de lo que se nos devuelva desde la cancha. No cambia en las derrotas, no se compra en la farmacia ni se vende al mejor postor. 

Está más allá de todo, del bien y del mal, de lo que se debe hacer o de lo que no se debe. El fútbol está para emocionarse, para bien o para mal, para festejar como loco y para sufrir como una madre 

Si no, dediquémonos jugar al dominó. 

¿Quién no disfrutó de la mano de Suárez contra Ghana, en función de  lo ilícito de la acción? 

¿Quién puede quedarse inmóvil, ante tamaña incidencia? Suárez no pensó lo que era correcto y lo que no. Esa mano le salió del alma. En ese momento, estoy segura de que ni siquiera calculó que un penal era mejor que el gol.  No le dio el tiempo. No pudo. Mandó la pasión. Solita y poderosa, que arrasa con todo. 

Según Wikipedia, la pasión (del verbo en latín, patior, que significa sufrir o sentir) es una emoción definida como un sentimiento muy fuerte hacia una persona, tema, idea u objeto. En el sentido clásico, la pasión designa todos los fenómenos en los cuales la voluntad es pasiva.

La pasión ha sido tratada por el arte en muchísimas oportunidades, en todas sus formas y manifestaciones. El cine desde luego no está al margen. Y la pasión que genera el fútbol ha sido contada también muchas veces. Hoy elijo una, que habla por mí y seguramente por muchos. 

La película: “El secreto de sus ojos”

La escena: un grupo de hombres en un bar, acodados al mostrador

Los protagonistas: Ricaro Darín y Guillermo Francella

Benjamín y Sandoval (Darín y Francella  – abogado retirado y asistente) están buscando al culpable de un horrendo crimen. No logran dar con él. En  cada lugar que llegan a buscarlo, el tipo se acaba de ir. Cambia constantemente de trabajo, de domicilio, de bar habitual…

No hay caso.  Siempre parece que están al borde, que lo tienen ahí, pero el tipo se les escurre como una anguila. Está escapando. 

Volvamos al bar de la escena: Queriendo demostrar algo que nos sabemos qué es, Sandoval lee frente a todos en voz alta fragmentos de cartas que el asesino le ha escrito a su madre en diferentes ocasiones. Es la única pista que tienen. 

En cada fragmento de la lectura,  hay una cita que incluye algún nombre o apellido. Sandoval lee los fragmentos en voz alta y le da la palabra cada vez a uno de los parroquianos, el escribano Andretta: 

“Te juro que con lo que llovió quedé peor que Oleniak la vez aquella”. Escribano, por favor:

Escribano: Juan Carlos Oleniak, debutó en Racing en el año 60… en el 62 pasó a Argentino Juniors, en el 63 volvió a Racing. En un clásico con Sandoval Lorenzo, le dieron un empujón… lo metieron de cabeza en el foso. Salió todo empapado.

“Yo te voy a traer vieja, y vamos a ser flor de yunta… no es lo mismo Anido, que Anido con Mesías”... Doctor:

Escribano: Anido y Mesías, backs del Racing Campeón del ’61… Negri al arco, Anido y Mesías, Blanco, Piani y Sachi, Corbata, Pisutti, Mansilla, Sosa y Belén.

Así siguen, durante varios fragmentos, hasta que Sandoval le pregunta al escribano: 

“Escribano, ¿qué es Racing para usted?”

–  Bueno, una pasión, querido.

–  ¿Aunque hace nueve años que no sale campeón?

– Una pasión es una pasión.

Sandoval, dirigiéndose ahora a su amigo, dice: 

: ¿Te das cuenta Benjamín? El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios… pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín… no puede cambiar… de pasión.

Prepárense a partir de este momento para ver la más increíble y vertiginosa escena que se haya filmado jamás con temática futbolera. 

No voy a relatar aquí la escena que seguramente muchos conocen. 

A los que no, les dejo el enlace para verla. 

http://www.youtube.com/watch?v=04A3SykBIj0

O mejor, la recomendación de que vean la película completa, que también habla de otras pasiones. 

Sólo les cuento  que la cámara empieza sobrevolando un estadio lleno de gente, en vista nocturna, y mientras se empieza a escuchar el relato, planea sobre el estadio en vuelo rasante, llegando casi a acariciar el césped, y siguiendo la ruta de una pelota que va directo al arco, levantando otra vez la mira hasta alcanzar la tribuna. ¡Mi dios querido! 

Demás está decir que efectivamente encuentran allí al sospechoso, en plena tribuna, presa de algo que no pudo dejar de hacer. 

Lo único que lo podía derrotar en intento de escapar de la condena segura: la pasión por su equipo de fútbol. 

La seguimos…


Daina Rodríguez. Periodista  y conductora, trabaja en radio desde 1980. Después de 10 años como coordinadora de programación en CX 30 La Radio, condujo programas en Radio Sarandí, Nuevotiempo y El Espectador, entre otras. Fue coordinadora y conductora del noticiero central de TV Libre. Obtuvo el  Iris 2010 a la mejor conducción en radio. Actualmente conduce «El tiempo no para» en las mañanas de  Radio Nacional, y «Efecto Mariposa» en las tardes de Radio Uruguay.  Tricolor desde antes de nacer,  aspira a ser alguna vez «la voz» del Parque Central.


Para vos Tata

Hace unos días soñé con mi abuela y su recuerdo me impulsó a escribir.

Ella me trajo de la mano otros recuerdos y se lo agradezco.

Si la falda y el regazo inmenso de mi abuela, donde uno podía quedarse horas perdidas con la sensación de hundirse en un gran hueco que siempre olía a jabón, eran territorio casi exclusivo de mi hermano —mi negrito, decía ella— , las manos ásperas y nudosas de mi abuelo fueron fundamentalmente mías.

Todo lo contrario a la gorda, mi Tata fue siempre un hombre flaco y menudo. De boina, alpargatas, eterno pucho armado pegado en los labios, e infaltable pañuelo colgando del bolsillo trasero derecho del pantalón. Nunca supe por qué no lo guardaba completo, pero me gusta reconocerlo como una de sus marcas personales.

Esas manos callosas, huesudas y duras, sabían apretar mis dedos pequeños hasta hacerme doler, en un juego que le encantaba. ¡Y cuidado si me pescaba los dedos de los pies! Una pequeña tortura amorosa que sigo extrañando, más de cuarenta años después.

Esas manos también sabían hacer muchas otras cosas. De ellas salieron todo tipo de juguetes encantadores, hechos con tres maderitas, dos botones, y un clavo.

Además de las creaciones originales, fue un gran reparador. Un par de tablas y un poco de pintura, me devolvían de pronto el triciclo arrumbado por viejo, que me permitía recorrer los metros que rodeaban la casa de Rocha. Un botón, sustituía el ojo perdido de un oso. Un clavo, renovaba un trompo. Un hierro caliente y un poco de plástico, emparchaban el balde de playa.

Nunca fueron obras de arte. Tampoco artesanías dignas de exponer en el LATU. Cada una de esas cosas fueron declaraciones del amor que me tuvo, y que no sabía y no podía expresar con palabras.

Nunca hicieron falta las palabras. De las cosas que tengo más claras es que Ernesto Reyes fue la persona que más incondicionalmente me quiso en este mundo. Más que mi madre. Más que el hombre que más y mejor me amó.

Conozco una canción que dice: “nunca te quieren, te abarcan del todo, pero te quieren igual”. No es cierto. Mi abuelo me quiso absolutamente del todo.

La muerte me lo robó demasiado pronto. Dieciséis años es muy poco para algunas cosas. La noche que recibí la llamada que me decía que se había quedado dormido para siempre, sobre su cama después de trabajar al sol en la quinta, vestido y con sus lentes puestos, supe que había perdido varias cosas: el permiso irrestricto que siempre tuve para revisar los cajones de su mesa de luz, llena de frascos y cajitas con ungüentos varios, aptos para curar todos los males del mundo, desde torceduras de tobillo hasta mi infaltable herida de la punta del dedo gordo del pie, producto de mi eterna torpeza con las ojotas; prescripciones infalibles de abuelo brujo, cuya aplicación venía invariablemente acompañada de la “bencedura”  (el puño izquierdo casi cerrado, con el pulgar en alto, haciendo la señal de la cruz sobre la zona afectada, acompañado de palabras misteriosas, apenas susurradas, que nunca alcancé a entender, ni hizo falta)

Perdí también el permiso para entrar a su galpón, diminuto recinto atiborrado de herramientas, semillas, yuyos secos, trozos de todo lo imaginable y olores que no puedo descifrar, pero que aún recuerdo claramente. Eran sus dominios, y los compartía conmigo. Una fiesta para una niña de seis o siete años.

Perdí el alivio para mi dolor de oídos, que venía del humo de su cigarro, en horas de paciencia de su parte para que las volutas entraran lentamente en mi oreja. No sé la razón científica, si la hay. Pero nada me aliviaba mejor que eso.

Perdí el bastión inamovible que significaba en mi defensa contra las penitencias. Perdí los bizcochos “sarnosos”, un nombre horrible para los bizcochos más deliciosos que podían salir de las manos un panadero superior, como lo fue en su juventud y hasta su muerte. Supe lo que eran esos bizcochos mucho antes de saber lo que era la sarna, desde luego.

Perdí los extraños bichitos fabricados con la hoja rosada de las hojillas de fumar, y el olor que salía de la tabaquera de goma… Pero conservo lo mejor que una persona le puede dar a otra: el amor incondicional y más fuerte que se pueda sentir.

Conservo, por encima de todo, el recuerdo de las noches de invierno a mis cuatro años de edad, en La Paloma, cuando caminábamos por la playa, alumbrados sólo por la linterna —su mayor tesoro— y acompañados del gato casero, rumbo a ese rincón del océano donde se podía pescar con aparejo. Una lata de duraznos, una maderita atravesada de lado a lado por dentro de la lata para poder agarrarla fuerte, metros de tanza enrollados, plomada y anzuelo. En esos momentos, sentados en la escalera que bajaba a las rocas, el viejo era sólo mío. Yo tenía apenas 4 años, lo que entonces me daba todavía una gran ventaja sobre mi hermano que apenas tenía uno y no podía acompañarnos. Pasábamos horas, sus manos ásperas y las mías apretadas sobre el mismo cordel, esperando el pique invisible. Y para mí no había programa mejor.

Cada tanto evoco la imagen de mi abuelo escuchando la radio, sentado al lado de la mesita que la ubicaba en el lugar de privilegio que él le dio, con las piernas cruzadas, las alpargatas en chancleta y el oído casi pegado al parlante de tela, con los ojos casi cerrados, y me pregunto si no será ése el antecedente principal de mi vocación de hoy. Mucho más que los genes paternos o una vocación social incontenible de los años 80. Espero que las horas que pasé con él, con mis manos perdidas entre las suyas, hayan servido para decirle cuánto lo quise.

Más que a nadie, viejo. Te fuiste muy pronto. Pero a veces siento que es mejor así. Si alguna vez —más de una— armaste los bolsos, suspendiste tus escasas visitas a Montevideo, y te volviste a Rocha después de batallar sin éxito en contra de una penitencia aplicada contra mí, (ojos que no ven, corazón que no siente, dijiste) ¿qué hubiera pasado con tu alma frente a los dolores adultos que viví después? Me da miedo pensarlo.

Si pudiera hacerlo ahora, me gustaría contarte un secreto: una penitencia nunca era tal, si se me permitía leer. ¿Y sabes qué viejo? aún si estaba prohibido, la linterna debajo de las “cobijas” fue siempre una solución.

Daría mucho por tener esa oportunidad de aliviarte. Y también por llevarte hoy, aunque fuera una sola vez al Parque Central, envuelto en la bandera que tanto amaste y me enseñaste a amar

Viejo querido, en este mundo Facebook que nunca hubieras comprendido del todo, se produce el milagro: entre mis fotos del álbum, una de las primeras que colgué, es la del gran Atilio. Igual que la que colgaba en tu cuarto, rodeada de banderines tricolores. Es mi homenaje para vos. Sé que te encantaría.

Y me parece que veo una vez más, una de esas miradas de pillo, como si no me vieras o no supieras quién soy, que me hacen tanta falta.

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