Me costó mucho escribir esto. He estado días dándole vueltas sin poder entrarle, sin animarme, sin saber por qué.
Ahora me doy cuenta. Es difícil escribir sobre sentimientos, y genera una fuerte discusión interna escribir sobre las emociones de una persona, que no necesariamente deben ser motivo de interés del público. Ahí me di cuenta. Era eso. Pasar la línea de lo público a lo privado.
¿Por qué escribir de borrachos? ¿Por qué exponer públicamente la vida de un hombre y centrarse exclusivamente en un aspecto de su vida que no fue precisamente el que le dio el pase de lo privado a lo público? ¿Por qué escarbar, y escarbar en sus excesos, festejados y recreados mediáticamente?
Desde su aparición, O’Neill me encandiló, y su juego, su arte, fueron los que hicieron que lo conociese, lo conociéramos, lo admirase y lo recuerde, e intente hasta ahora hacer perdurar su recuerdo como el de un futbolista sin igual. Un crack ahora perdido, un talento desperdiciado, tal vez un gran futbolista prematuramente liquidado.
Fue por su genio, su magia, su inigualable brillo e idoneidad, que la gente conoció a este gaucho. Ahora, tras la revelación de una suerte de biografía ayudada o compartida, con el aporte del protagonista, de algunos de sus compañeros y antagonistas y la revisión exigente de los autores de los distintos recortes de realidad con los que se puede haber armado la vida pública de O’Neill, nos encontramos con la vida de un borracho, ésa es básicamente la revelación, como si se tratara de una ficción biográfica, una biografía no autorizada o un programa del argentino Luis Ventura, de la adicción al alcohol de un individuo que, hace un tiempo -aparentemente, mientras tenía los mismos desbordes en su vida privada- fue conocido, admirado y recordado como un gran cultor del fútbol.
Por eso fue que conocí y me impacté con Fabián cuando tenía 18 años y menos de tres partidos en Primera, por eso me sublimé con su juego, por eso me sentí vinculado emocionalmente con aquel botija que regalaba fútbol, transformado hoy en el ámbito público en un borracho como tantos, que al margen de eso jugaba al fútbol y aparentemente no era malo. Es entonces cuando paso de lo privado a lo público. Es privada mi tristeza, que el motor del recuerdo de un joven, ya viejo, sean sus borracheras. Para leer de borrachos, me compro un libro de Bukowski para seguir la vida de Henry Chinaski, o si quiero mirar algo sobre irse a la B, que puede representar tomar sin parar, me voy al video y saco Adiós a las Vegas… ¿Quién había sido el alcohólico que representa magníficamente Nicolas Cage?
Si alguien me da bola en este entierro y me pregunta por O’Neill, le voy a decir que era uno de los mejores futbolistas que pude ver en mi vida, que jugaba lo que pocos podían jugar y que además, cuando lo conocí, era un gurí bueno, transparente y abierto. Y cuando me digan que era un borracho, que eso lo leyeron o lo vieron en la tele, les contestaré que pueden decir lo que quieran, pero que lo que es en realidad es un crack perdido.
Rómulo Martínez Chenlo
ladiaria.com.uy
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