Me imagino a Atilio sonriente mirando embelesado como el nuevo cemento se va erigiendo sobre la historia.

Me lo imagino con su sonrisa pícara y recostado en las gradas de su tribuna mientras disfruta de la llegada de la gente, esa gente heredera de la que disfrutó de sus goles.

Entonces entro al amado Parque y me parece verlo allá lejos , pero la luz es tan intensa que me cuesta unos segundos acomodar la visión y entonces baja un clamor que me atrapa y es el sonido de un mar de camisetas blancas que tienen voz propia. Una voz profunda que retumba más que nunca. Que cuando le canta a Nacional hace temblar lo nuevo y lo viejo, potente en los triunfos y enronquecida en la derrota.

Extrañar al Parque hasta que duela se compensa con noches como ésta.

Hace unos pocos campeonatos, desde mi lugar, se veían sobre el más allá dibujados los contornos de los edificios altos de la ciudad. Hoy son cientos de tricolores los que tengo a mi alrededor y que, cual ladrillos, sostienen en ese espacio y durante ese tiempo la causa común de sentirse en casa. Parece muy poco escrito por mí acá, porque sentirlo es otra cosa.

Sería poco creativo decir que la oliva y el romero le dieron condimento a la noche por eso lo dejo para las tapas de los diarios o las publicaciones en las redes sociales. Prefiero decir que fuimos uno, arriba y más arriba, abajo, a los costados, al lado y allá enfrente, abrazando a don Atilio y abrazándonos.

Cecilia810

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