«Es la estrella de las estrellas. Es imposible llegar más allá de lo que ha llegado Romano en la actividad futbolística».

Un 2 de agosto de 1893 nacía uno de los más brillantes futbolistas que habrían de vestir la camiseta de Nacional y la de la selección uruguaya, Ángel Romano.

Le decían «el Loco», por aquellos malabarismos inverosímiles con la pelota. Jamás se enojó, la vida para él fue una fiesta corrida y su alegría íntima, insustituible de amarla por amarla, le dictaba las alegres órdenes para el quehacer en la cancha.

De niño pasó a vivir a la vuelta del Parque Central, de modo que se fue haciendo una misma cosa con sus instalaciones, el viejo molino, sus rincones, sus arcos, sus goles domingueros y sus silencios de entre semana.

Los raros días que llegaban a entrenar los cracks del primero a principios de siglo, se tiraba al costado del arco espiando el momento: cuando salía la pelota, era tan suya que terminaba poniéndolos nerviosos al no patearla para que reanudaran.

No hubo cosa que no hiciera, malabarismo que no creara, perfiles, efectos o chanfles que desconociera, descalzo o con zapatillas bigotudas de tanto darle a la pelota. A veces la hacía dormir en la cabeza o el empeine para deleite de sus «hinchas».

Entre sus seguidores estaban los hermanos menores de Florencio Sánchez, que vivían cerca con sus padres, quienes tenían un negocio de mimbrería. El mismo Florencio solía llegar hasta la cancha cuando estaba en Montevideo, ya en su esplendor. Entre 1902 y 1905 el gran dramaturgo había estrenado M’hijo el dotor, Cédulas de San Juan, La Gringa y Barranca Abajo, que vendió por $ 879 al empresario Gerónimo Podestá.

Otro de los fanáticos de sus proezas de circo fue un personaje de Nacional, el Indio Severino Castillo, que había llegado en tres días de galope tendido desde sus pagos de Tapes Grande, cerca de Aiguá, como alambrador a jornal al Parque y se quedó hasta 1942 como canchero.

En 1920, el tercer Sudamericano oficial convocó, en Viña del Mar, a Uruguay, Brasil, Argentina y Chile, jugando Romano de 10.

Allí los celestes vapulearon a Brasil 6 a 0, marcando él 3, y al otro día, el periodista trasandino Carlos Zamora S. escribió en El Mercurio lo que sigue, perfecta síntesis de su prodigiosa presencia y que podría titularse así: «Es imposible llegar más allá que él».

Si nos pidieran elegir el más grande entre los jugadores que intervinieron en el Campeonato Sudamericano, sin titubear indicaríamos a Ángel Romano. Es la estrella de las estrellas. Es imposible llegar más allá de lo que ha llegado Romano en la actividad futbolística. Romano es un hombre de envidiable contextura física: ni chato, ni espigado, ni obeso, ni enjuto, es el suyo un cuerpo armonioso y bien cultivado.
Es el forward; avanzando hacia el arco es un rayo; si entrega la pelota lo hace con precisión matemática; si la recibe, obra con presteza galvánica; frente a la defensa se desenvuelve de maravilla; si es un hombre el que intenta interceptarle el paso, se salva con notable gambeteo; si son dos o más contenedores, se florea de lado y engaña a uno; pasa el balón por entre las piernas del segundo, firuletea hacia adelante, hacia atrás, igual que un torero que juega con la capa. Romano hace molinetes y describe círculos, en su afán de burlar al adversario. Romano es sencillamente un coloso.
Con cinco delanteros como él, no habría valla invulnerable. Nadie como él en un equipo puede ostentar más mérito para que se le considere estrella del conjunto.

Cuando se acercaban los Juegos Olímpicos de 1924, tenía 32 años y catorce temporadas en primera división. Como iba perdiendo el pelo, acudió a la boina blanca con que aparece en las fotografías de la época, pero conservaba intacto el fuego sagrado que lo hizo inimitable.

No salió de Montevideo en aquella expedición de aventureros como titular. En la punta izquierda, y aunque podía jugar en cualquier sitio de los forwards, tallaban dos jugadores de jerarquía: Zolio Saldombide y Pascual Somma. Pero en La Coruña, durante la gira previa, se afianzó sobre la raya y así, entre gambetas inverosímiles, con aquel juego risueño que solo cabía en un imaginativo un poco fuera de esta vida, el glorioso veterano fue urdiendo jugadas hasta la consagración en Colombes, el 9 de junio de 1924.

Por eso se le define como el milagroso hombre que consiguió unir la generación del 12 con la olímpica; caso único.

Su larga y excepcional carrera le permitió acumular un número extraordinario de esas condecoraciones que son los títulos de campeón para los deportistas.

Con Nacional fue ocho veces campeón uruguayo, en 1915, 16, 17, 19, 20, 22, 23 y 24.
Con la celeste, se consagró seis veces campeón sudamericano, en los certámenes oficiales de 1916, 1917 en Montevideo, 1920 en Viña del Mar, 1923 y 1924 en Montevideo y 1926 en Santiago de Chile, cuando ya sentía el paso de los años.

Jugó por Nacional 372 partidos y en 1928 desarrolló su última temporada en primera división, luego de las inolvidables giras de 1925 por Europa y 1927 por Centro y Norteamérica.

Nació el 2 de agosto de 1892 y falleció el 22 de agosto de 1972. Era de noche y sus familiares se sorprendieron de que, en la cama, cantara en un tono desusado el viejo e inmortal himno: «Uruguayos campeones de América y del mundo».
 

Recuerdos de Romano

… Llegó a Buenos Aires y debutó jugando para Boca contra Rosario Central en Rosario, haciendo ala con Calomino. Ganó Boca 4 a 3, con dos goles de Calomino y dos suyos. Volvió en andas a Buenos Aires.

¡Qué ala hicimos con Calomino!, ¡cómo hacía la bicicleta! Yo la agarraba y avanzaba. Cuando me salía un back le decía: «agarrala»; y se la cortaba por el medio. Los goles que hicimos así. Un día le digo: «mirá, te voy a enseñar cómo se consigue un penal». Agarré la pelota y me metí en el área. Me marcaba Juan Brown. La empecé a pisar y a amagar. «Tomala.» «Agarrala.» Hasta que ¡zas! al suelo. Penal.

En 1915 Nacional lo reimporta. En ese mismo año, en un partido que le ganan 3 a 1 a Peñarol, elude a seis aurinegros y hace un gol de antología, el mejor que recuerdan las crónicas de la época.

[…] Siguió acumulando glorias. Goleador del Sudamericano del 17, repite en el 20 en Chile, donde es elegido el mejor jugador del campeonato.

En el 24 ya era otro fútbol. Jugaba Petrone, que pateaba y corría como nadie. Era otro juego. Yo jugaba con él pero me gustaba verlo desde atrás del arco rival. Me gustaba tanto que un día, en la gira preolímpica, me hice el lastimado para no jugar y poder verlo. Hizo un golazo y yo lo grité saltando. Entonces se dio cuenta que me había avivado y no sabés las cosas que me dijo.

[…] «El que me marcaba bien era el Negro Juan Delgado, porque me hacía chistes y me hacía perder la pelota». Fue jugador de equipo por superávit de habilidad.

«En Colombes, Nasazzi me pedía que la tuviera para que todos descansaran. Y yo no la largaba hasta que me decía basta.»

Fue una historia viva de la auténtica garra:

«Cuando alguien me daba una patada (mire cómo tengo las piernas) yo le decía: “por cada una te voy a hacer un drible que la gente se va a reír de vos, y lo buscaba de nuevo”».

Extraído de la colección Estrellas Deportivas de El Diario, fascículo 83.

Del libro «Nacional es Uruguay» de Ernesto Flores
Foto: Archivo Cr. Juan José Melos

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