La selección uruguaya gana, o pierde, y no me afecta mucho. Sin embargo, sufro mirando a Nacional jugando un amistoso de verano.
Crecí creyendo que me gustaba el fútbol. A los ocho años gritaba goles del Pinocho Vargas, del Vasco, del enorme Hugo de León. Entre semana iba a la escuela y los dibujaba; camisetas de Nacional, escudos variados, goles reales e imaginarios, todo en papel y lápiz. En los ratos libres, a patear la pelotita y a pensar en un estadio lleno.
Viajé con mi familia de Tarariras a Montevideo para ver la llegada de los campeones del mundo; vi pasar un ómnibus de lejos después de varias horas de espera y con eso me alcanzó, y yo creía que me gustaba el fútbol. De grande, sufrí con los reveses celestes del Chino Recoba y grité a más no poder los goles australianos del Chengue Morales. Disfruté a Luis Suarez en la selección, y me hice seguidor del Ajax, del Liverpool, del Barcelona y del Atlético de Madrid. Y creía que me gustaba el fútbol.
Hoy, a los cuarenta y tantos, me doy cuenta de algunas cosas. El fútbol no me gusta tanto. No hago planes para ver la final de la Champions, mucho menos de la Europa League. Me olvido rápido de los equipos que ganaron la Libertadores del año pasado. La selección uruguaya gana, o pierde, y no me afecta mucho. Sin embargo, sufro mirando a Nacional jugando un amistoso de verano. Retengo goles tricolores de hace diez años de partidos completamente intrascendentes. Me intereso por decenas, cientos de jugadores que suenan para venir en un período de pases. Me ilusiono con el equipo del femenino y los goles de Esperanza. Me aprendo reglas, equipos y nombres de jugadores de básquetbol. Porque descubrí que a mí no me gusta el fútbol; a mí me gusta Nacional, y nada más.
@_jmberton
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