Hace años que el fútbol organizado dejó de asombrarse y simpatizar con el modelo futbolístico uruguayo. Ahora es tiempo de cobrar las cuentas y aplastar el atrevimiento.
Uruguay en sus comienzos “caía simpático”, un país pequeño, trabajador y forjado a imagen y semejanza de Europa –en los papeles- desafiaba con su destreza futbolística al Viejo Continente. A decir verdad, a los holandeses no les resultó muy agradable la derrota en Colombes con un penal discutido, pero nunca se puede conformar a todo el mundo ¿verdad?
Con el paso de los años, el organismo rector y buena parte de sus más prestigiosos integrantes, fueron cayendo en la cuenta que, si bien los uruguayos no encajaban en el molde habitual de “sudamericanos”, tampoco tenían mucho de europeos. No eran muy propensos a dejarse dirigir y ganar, para ellos, no era la consecuencia lógica de mostrarse superior al otro, sino que más bien, se trataba de una cuestión de orgullo, casi que de honor patriótico. Las dudas acerca de la conveniencia de apoyar e impulsar al pequeño país comenzaban a gestarse.
Así como el personaje de la Reina de Corazones del cuento de Lewis Carroll, el regente comenzó a vociferar, cada vez con más con frecuencia: “¡que le corten la cabeza!”, en respuesta a cada acto o aparición que no entendía. El temor a lo que no comprenden es, en buena medida, la explicación a ciertas actitudes del dictador de las reglas y la moral. La conducta de Uruguay en la cancha, la entrega –aun sabiéndose menos-, la irreverencia y la más absoluta falta de respeto a los poderosos sublevó de tal manera al titiretero que decidió pasar rápidamente de la amenaza a los hechos. Y a Uruguay le cortaron la cabeza.
Lo que no tuvieron en cuenta es que, a la Celeste, como a la Hydra, le crecen dos cabezas por cada una que le es cercenada.
Ernesto Flores
decano.com
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