Es un título muy especial, culminado de unas finales que se jugaron como debieron jugarse siempre. Y se ganaron, como marca la historia.
En el instante en que Sebastián Coates, Mauricio Pereyra, Luis Mejía y Diego Polenta levantaron la copa del Campeonato Uruguayo Juan Manuel Izquierdo, se activó un sentimiento que estaba un poco dormido en el pueblo tricolor. En el Gran Parque Central, y en cada rincón del mundo donde hay un hincha de Nacional, se respiró una paz que hacía tiempo no se sentía en el club.
Nacional es un gran campeón. Este plantel es un gran campeón. Ya lo expresó Christian Oliva en la celebración al subrayar lo especial de este título: por el nombre que llevaba, por su significado y porque representaba una revancha después del año pasado, donde Nacional no logró alcanzar la definición. Una derrota en la final hubiese implicado algo inédito para varias generaciones de hinchas —incluido quien escribe—: ver al más laureado del orbe completar tres años consecutivos sin poder festejar un Campeonato Uruguayo.
Sin embargo, es difícil explicar desde un único lugar por qué Nacional ganó la Tabla Anual y accedió a la definición. El equipo sostuvo un bloque estable de futbolistas que repitieron en el once durante gran parte del año, pero nunca logró transformar sus rendimientos individuales en un andamiaje colectivo que satisficiera la exigencia del hincha.
Basta recordar el clima posterior al empate en el Parque Viera frente a Wanderers. Nacional presentaba números sobresalientes —incluso, sin sanción de puntos, podía ilusionarse con pelear el Torneo Clausura— y aun así transmitía la sensación de una relación quebrada con la hinchada. No tanto con los jugadores, sino con el equipo como concepto y, sobre todo, con el entrenador Pablo Peirano.
Al final, Nacional ganó la Tabla Anual porque tuvo jugadores que directamente ganan Anuales. Y clásicos. La dupla Sebastián Coates–Julián Millán, que se proyectaba como una combinación de juventud (velocidad) y experiencia (personalidad), terminó siendo otra cosa: dos defensores muy similares, agresivos hacia adelante, que achican el campo y acercan al equipo a atacar como equipo grande. Esa —mirando al futuro— debería ser una convicción.
Christian Oliva, de menos a más, volvió a ser un baluarte, esta vez acompañado por un Luciano Boggio que debió aprender sobre la marcha a jugar como interior de un doble cinco. A Boggio, además, hay que reconocerle el desprendimiento definitivo de su antigua identidad de mediapunta para convertirse en una pieza de coberturas y ayudas permanentes a lo ancho del mediocampo.
Pero el mayor símbolo de este concepto de “gana Anuales” es Nicolás López. Tan discutido durante el año —y con finales discretas—, siempre es necesario un futbolista que garantice números para sostener un liderazgo prolongado. El Diente es probablemente el jugador de encaje más complejo del plantel: su anarquía y su tensión constante entre reconvertirse o seguir siendo aquel segunda punta pícaro y gambeteador condicionaron, en más de una ocasión, la confección de un once equilibrado.
Y, aun así, López fue quien aseguró los goles que sostuvieron al equipo. Sin ir más lejos, rescató a Nacional del abismo en una tarde en el Franzini que, durante una hora, se vivió como una pesadilla: perder la Anual, ir a una final contra el tradicional rival y, peor aún, poder perderla de la forma en que se estaba perdiendo.
Nacional llegó a la definición del Campeonato Uruguayo con poca nafta: directamente no le quedaba. Jádson Viera y su cuerpo técnico enfrentaban un reto complejísimo en noviembre: recomponer la conexión con la gente y demostrar que Nacional podía volver a ser uno solo.
Lo lograron, con un trabajo meticuloso dentro de Los Céspedes, como el mismo Viera describió, y también con una ayuda tan vital como esperada: la unión dirigencial y un mensaje claro para cerrar filas. Por primera vez en mucho tiempo, Nacional transmitía una idea de cohesión y una fortaleza anímica que terminaría reflejándose en aquel primer tiempo en la cancha del clásico rival.
Desde lo estrictamente futbolístico, Viera debió afrontar las bajas de los goleadores Maximiliano Gómez y Nicolás López, y apostó por una decisión tan atrevida como discutida: Gonzalo Carneiro y Osinachi Ebere.
El primero, de talento innegable y experiencia clásica comprobada, venía de una larga lesión que lo tuvo un año fuera, pero no había logrado convencer en sus ingresos recientes. Cada vez eran más las voces que pedían su no titularidad. El segundo, con apenas un gol en el Campeonato, regresó al club en medio de un escenario polémico por el acuerdo de palabra que condicionaba su regreso tras su semestre en Plaza Colonia.
Y, sin embargo, Nacional terminó convenciendo durante aquel primer tiempo en el Camp Brou. Por el 2-0 parcial conseguido en los primeros 40 minutos, sí, pero también por el partido planteado. La inclusión de Lucas Rodríguez le dio al equipo estabilidad en un clásico repleto de duelos, pelotas divididas, apoyos, saltos a la presión y una exigencia física enorme en la reiteración de esfuerzos.
Nacional sorprendió a su rival con una presión alta agresiva y un planteo sin balón que pocas veces había mostrado en esa cancha. También fue clave la comprensión de conceptos por parte de los futbolistas. El primer gol, obra de Juan Cruz de los Santos, nació de una gran orientación de la presión: llevar la salida rival hacia banda, encerrar ahí y forzar el error. Durante toda esa primera parte, Nacional fue valiente, decidido, efectivo y, sobre todo, inteligente.
Es cierto que en la segunda parte el rival fue superior, dentro de un contexto desvirtuado por el gol recibido al filo del descanso y el error de Luis Mejía que derivó en el empate, borrando una renta de dos goles. Aun así, Nacional salió ileso y, más importante aún, recuperó sensaciones y reconstruyó la conexión con su gente tras un inicio ideal. La ilusión crecía. La vuelta se acercaba.
En el Gran Parque Central, fiel a la idea de potenciar la fuerza inicial del equipo —y quizá respaldado por la ocasión tempranera de Boggio—, Viera apostó a ganar los duelos arriba y repitió un ataque con Gómez, López y la continuidad de Carneiro. Tres delanteros natos, decisión que terminó condicionando el plan defensivo y cuya eficacia se fue desgastando con el paso de los minutos.
Sin embargo, una de las grandes virtudes del entrenador en estas finales —que fueron apenas su tercer y cuarto partido al mando de Nacional— fue lograr agrandar el plantel. La reintegración plena de Juan Pablo Patiño y Matías De Los Santos, que entraron en los últimos minutos del alargue de la segunda final, así como el aporte de Carneiro y, sobre todo, de Ebere, ampliaron las soluciones.
El nigeriano anotó el gol del triunfo en la primera final y fue un incordio permanente para la defensa aurinegra. Un protagonista inesperado, sí, pero absolutamente merecido.
Un campeonato especial
El Campeonato Uruguayo Juan Manuel Izquierdo deja en Nacional una huella que trasciende lo futbolístico. El club recuperó algo que venía erosionado: identidad, cohesión y la certeza de que incluso en un año lleno de turbulencias internas, irregularidades de juego y desconexión con la gente, aún existía esa comunión tan necesaria con el hincha.
Nacional fue campeón, en buena medida, porque sus figuras estuvieron a la altura de lo que significaba ganar la Tabla Anual. Mejía, Coates, Millán, Oliva, Boggio y López funcionaron como pilares en un equipo que muchas veces no logró ser tal. Donde no hubo funcionamiento, hubo jerarquía; donde no hubo brillo, hubo competitividad. Y eso sostuvo las bases del camino hacia la definición.
El tramo final del campeonato exhibió, además, algo que el club necesitaba con urgencia: liderazgo. El de Viera puertas adentro, reconstruyendo certezas en un grupo desgastado; el de los dirigentes, cerrando filas en un momento límite; y el del propio plantel, que entendió que debía ser uno solo para competir contra un rival que llegaba con ventaja estructural y emocional.
En la cancha, Nacional ganó porque recuperó comportamientos: intensidad, agresividad sin balón, comprensión de los momentos del partido y, sobre todo, valentía para protagonizar incluso en escenarios adversos. El equipo no fue perfecto —estuvo lejos de serlo—, pero fue competitivo, resiliente y capaz de encontrar soluciones en nombres inesperados, como Carneiro o Ebere, que terminaron siendo parte activa del título.
El campeonato deja también un mensaje hacia adelante. Nacional debe aspirar a evolucionar desde esta base, a dejar de depender exclusivamente de futbolistas que “ganan Anuales” para construir un funcionamiento que los potencie. La defensa adelantada, la presión agresiva y la capacidad de sostener una gran cantidad de esfuerzos no pueden ser excepciones retratadas en las finales: deben convertirse en convicciones del proyecto.
Este equipo ganó por carácter, por jerarquía y por momentos de lucidez colectiva, pero el próximo paso es consolidar una idea que se sostenga más allá de los nombres. Si el club es capaz de capitalizar este año duro, irregular y, finalmente, triunfal, el Campeonato Uruguayo Juan Manuel Izquierdo no será solo un título (especial): será un punto de inflexión.
Porque, después de mucho tiempo, Nacional volvió a sentirse Nacional.
Jota Ele
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