El que cuenta, los que visitan, el visitado y los que hacen la vista gorda, todos Bolsos.
En esta historia son todos bolsos. El que cuenta, los que visitan, el visitado y los que hacen la vista gorda.
– Vamo hasta ahí?
– Aguantame que agarro algo para llevarle al Doctor
El Doctor no es médico, pero así le dicen en los partidos de formativas. Es uno de los pocos que van cada tarde de sábado y mañana de domingo a ver a los gurises que entrenan y juegan soñando un día impreciso del futuro usar esa misma camiseta en primera división, y tal vez otras, en Europa o la selección, alguna con la que se gane el cariño de la gente y la salvación económica. Entre los que miran desde afuera siempre hay cuatro o cinco padres, un par de novias, y un puñado de viejos que nadie entiende bien por qué están.
El más grande y flaco de los dos que ahora caminan es funcionario del club, y es quien pide un minuto para no caer con las manos vacías. El otro también es alto pero más fornido, moreno y joven. Sigue siendo un juvenil, pero ya la rompe en primera y está más cerca de esos sueños de gurí, cuando jugaba en canchas imposibles de la periferia de Montevideo. Van andando las pocas cuadras que separan la sede del hospital donde les han dicho que está el Doctor, y no saben si los dejarán pasar pero van a su encuentro.
En una sala de cuidados intermedios, el viejo está despierto con los ojos cerrados, sintiendo el cuerpo. No se lo dicen, pero sabe que zafó de milagro, y que su situación sigue pendiendo de un hilo. Días atrás, en el ruido del CTI y entre oleada y oleada de conciencia se le venían las caras de los que suponía que estaban afuera esperándolo, e intentaba recordar qué día sería que jugaba Nacional. Se imaginaba un partido contra el Barcelona, y en su estado de somnolencia sabía que había que aguantar el resultado, y repasaba cómo formaría el equipo. Muñoz al arco. Atrás el brasileño Marques, Lembo, Coates y Rolín. En el medio Cabrera, Píriz y Calzada. Viudez de enganche, y arriba Porta y Fornaroli. “O mejor el Morro, seguro que el negro los clava”, pensó o soñó, y había esbozado una mueca de sonrisa entre los cables y el pitido constante de los aparatos.
La enfermera se queda en la puerta vigilando que no venga el médico, sabe que no pueden estar ahí pero se vuelve cómplice ante la presencia del ídolo. Es lunes y todavía le vibra en la garganta el gol de quien ahora se presenta con vaqueros y remera ajustada en compañía del otro de pantalón y camisa, y le piden pasar un momento, que son amigos.
El encuentro es breve y sólo ellos saben de qué hablaron. Posiblemente el más joven le haya asegurado que iba a estar todo bien, que lo estaban esperando para el fin de semana siguiente. Y que le dejaban ese banderín para que le hiciera compañía hasta que se recuperara, que sabían que esos colores le iban a dar la fuerza que hiciera falta para dar vuelta el partido. Nadie más se
entera, la enfermera suspira aliviada y no deja de felicitar al goleador por el triunfo en el clásico mientras rumbean hacia la escalera.
Probablemente haya sido sólo media hora en la vida de dos personas, pero el gesto se torna enorme con la inesperada mejoría, el largo reposo en la casa y la extensa sobrevida de aquel que parecía con el partido perdido. Hoy, una década después de aquella tarde en la Avenida 8 de Octubre y entre las nieblas de los años el viejo aún recuerda como si fuera hace un rato el día en que el jugador le agradeció al hincha, y se pregunta cómo puede ser que ya no esté si ayer nomás era un gurí al que arrimaba en el Chevette hasta su casa en el Buceo después del partido en Pichincha, Los Céspedes, o andá a saber qué otra cancha donde tocara jugar ese sábado.
Manuel Rovira
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