En realidad no era ningún fantasma, sino uno de los goleadores más grandes de la historia del fútbol.
Esta historia ocurrió el 28 de setiembre de 1969.
Fue una tarde lluviosa y gris. Nacional dominaba al rival, pero el partido estaba sólo uno a cero. El gol lo había convertido, en el primer tiempo, con un tiro seco contra el palo derecho del arco de la Amsterdam, un querido e inolvidable goleador de aquellos años. Ahora, promediaba ya el segundo tiempo, Nacional continuaba dominando, pero, como dice una ley del fútbol, uno a cero no es ventaja.
De pronto, el marcador lateral derecho tricolor se manda una corrida con pelota dominada contra la raya de la Olímpica, cuando está a seis o siete metros del banderín del córner el marcador rival sale a cortarlo, pero el tricolor es más rápido y tira el centro antes. El tiro sale “bombeado” y el arquero contrario va a cortarlo o, mejor dicho, va por la pelota corriendo por el área chica hacia la Olímpica, paralelo a la raya de fondo. Cuando está cerca del borde lateral del área menor salta como para agarrarla mientras que un defensor, intuyendo que el peligro se diluía, frena su carrera desde el medio campo y continúa “al trote”, ya a pocos metros de la medialuna. Pero el arquero calcula mal, toca la pelota con la punta de los dedos y se le escapa. El balón, por el contacto, se eleva de nuevo y continúa con su trayectoria paralela a la línea de fondo. Quienes están detrás, en la Colombes, saben que la pelota va a cruzar todo el arco mientras cae. El defensor que trotaba retoma su carrera, pero se detiene casi inmediatamente cuando un fantasma pasa por detrás de él con la velocidad del rayo. El defensor actúa de ese modo porque reconoce al fantasma y sabe que ya no hay remedio, sabe que esa sombra, que apareció de la nada y lo dejó parado como a un poste, no falla y que él ya no podrá impedir lo inexorable.
En la parte más baja de la tercera bandeja de la Colombes un niño y su padre se agazapan para pegar el salto y festejar, ellos también conocen al fantasma y ellos también saben, como el defensor rival, que no falla. A toda carrera y con el “timing” justo llega a la pelota y le da un frentazo pleno, furibundo, con una violencia que parece un tiro con el pie, pero con la precisión de un cirujano. El balón sigue una trayectoria recta, levemente inclinada hacia abajo, y entra al arco vacío casi exactamente por su parte media. La red se “infla” y la pelota cae “muerta” en el fondo del arco. Niño y padre, al igual que otros miles de hinchas en las tribunas, saltan con los puños cerrados y los brazos al cielo, gritan, se abrazan, gozan, ríen, lloran. Algunas personas a su alrededor, al igual que otros miles también en el estadio, permanecen sentadas, miran el piso y sacuden la cabeza en señal de negación.
El goleador, visiblemente embarrado, festeja con sus compañeros. Nunca había convertido un gol frente a este rival, algo entendible claro, teniendo en cuenta que el de ese día era su primer partido contra el mismo. El juego terminó así, dos a cero y, como se dice hoy en día, Nacional “le hizo precio” al adversario. Fue la tarde del 28 de septiembre de 1969 y el rival de turno, justo ese día, festejaba como propio el cumpleaños de otro club, una rara costumbre.
No obstante, Nacional “se sumó” al festejo y por ello le regaló dos goles, y no dos goles cualesquiera, sino dos goles importados. El primero, el de la Ámsterdam, lo trajo de Brasil el querido Celio Taveira y no era el primero que le regalaba a ese club, ya le había obsequiado otros, algunos memorables. El segundo gol, el de la Colombes, el que vino tras el centro del enorme y siempre recio “peta” Ubiña, lo trajo “el fantasma” desde la Argentina y fue el primero de una larga serie que, al igual que su compañero brasileño, le regaló al rival.
Padre e hijo salieron del estadio y atravesaron el parque bajo una persistente llovizna, cruzaron Boulevard Artigas a la altura del obelisco y volvieron a su casa, como tantas tardes de aquella ya lejana época. El de ese atardecer, frío y gris, resultó ser un retorno feliz, aunque, para ser sincero, era muy difícil que en esos tiempos la salida del estadio de los hinchas de Nacional no fuera feliz, el equipo era una máquina.
Ah, me olvidaba, “el fantasma” en realidad no era ningún fantasma, sino uno de los goleadores más grandes de la historia del fútbol y los hinchas tricolores que tuvimos la gran fortuna de verlo jugar, aprendimos a quererlo y nunca lo olvidaremos. Se llamaba (se llama) Luis Artime.
Juanjo Testa
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