“Para lo mucho que te gusta el fútbol, sos bastante femenina”.
Esa fue una de las muchas sentencias que escuché a lo largo de décadas de amar este deporte siendo mujer.

En aquel entonces probablemente no supiera muy bien qué era el feminismo; sin embargo recuerdo lo ridícula que me pareció esa afirmación. Pensé “¿Qué será ser “bastante” femenina”, ¿Habrá un “femininómetro” en el que se van sumando y restando puntos?” A saber, si usás vestido sumás uno, si te gusta el rosa sumás tres, si durante la infancia tuviste muñecas sumás cinco, pero si sabés el nombre del 9 de Boston River restás cuatro y si insultás a un jugador rival en un estadio de fútbol, restás diez. Debe ser algo así, pensé. Y aparentemente yo zafaba del descenso.

En la época de furor de los blogs, supe participar en varios de ellos. En algunos de fútbol me sucedió que tras participar de los comentarios durante un tiempo, me invitaron a escribir artículos. En los comentarios en general no usaba mi nombre real sino un seudónimo -”Sosita”, mi ídolo futbolístico de la adolescencia- y cuando al aceptar el convite, se enteraban de que era una mujer la que estaba detrás de ese seudónimo, la primera reacción siempre era de sorpresa. 

Cuando comencé a publicar notas con mi nombre -entre comentarios de aprobación, elogios o críticas- siempre aparecían los que incluían algún “pero” o referencia a la condición de mujer de quien firmaba. Entonces, sólo para comprobar lo evidente, comencé a usar nuevamente el seudónimo en las notas. Nunca más nadie cuestionó nada de los textos usando ese argumento, porque claro, no había nada en la forma en que las palabras se hilvanaban y las historias eran contadas que indicara que quien aquello escribía era de género femenino.

Años y años de mirar fútbol de cualquier lugar del globo para descubrir ya de adulta que las mujeres también podíamos jugarlo. El día que jugué el primer partido “en serio” -aquellos de la infancia entre hermanos y primos en la vereda con una pelota muchas veces improvisada no cuentan- entendí lo único que no entendía de las conversaciones de fútbol con mis hermanos hasta ese entonces: que mirar fútbol está bien, pero no hay nada como jugarlo. Claro, es que ese no era “lugar de mujer”. Cuando los acompañaba a ellos para verlos jugar algún torneo, no existía el equivalente para mujeres. Es que por esos tiempos, jugar al fútbol era motivo de descenso directo, casi de desafiliación en aquella escala de la femineidad mencionada.

A lo largo de la historia, varios filósofos, sociólogos y pensadores se dedicaron a desarrollar -desde diversos ángulos- teorías acerca de cómo nos determina el discurso. Desde el hoy algo sobreutilizado y derrideano “deconstruir” hasta el concepto de “hegemonía” de Gramsci -entre tantos otros-, pero me quiero quedar hoy con la explicación que utiliza el historiador Yuval Harari para ejemplificar cómo todo lo que hacemos se rige por esas construcciones; a esos acuerdos tácitos que tenemos los humanos los llama “ficciones”. Por ejemplo, el dinero: el humano es el único integrante del reino animal que entre un billete de 10 dólares y una banana, elegiría el billete, porque el conjunto “humanos” tiene un acuerdo tácito colectivo que indica que con ese billete podrá comprar mucho más que una banana.

Construyamos entonces una nueva ficción en la que todas las personas puedan ocupar el lugar que quieran ocupar y en la que el género no nos determine. Hasta que llegue el día en que, si un relator utiliza la expresión “le pegó como una mujer”, que sea porque la clavaron en el ángulo. 

Cecilia Ocretich

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